Raíces y criollismo
Cita Recomendada:
La siguiente transcripción ha sido adaptada del documento original, por lo que el formato puede diferir y puede contener errores.
Recientemente se ha desatado una epidemia de búsqueda de raíces familiares y tribales-grupales por individuos de todo pelaje y color. En algunos casos se buscan aquellas raíces en África y en casos extremos en Barbados, mientras que algún otro las encontró en Italia y muchos en España.
Empeño individual legítimo, como asunto histórico de significación.
Parece que estos empeños están justificados en el concepto de oleadas de población sobre América, que postula que, al menos la parte que se suele llamar Hispana, fue inicialmente ocupada por una oleada migratoria; algunos componentes tienen orígenes extracontinentales.
Pero si se va a argumentar que uno es lo que sus raíces son, o lo que es igual que las personas y los pueblos por sus raíces serán conocidos, no trabaja el argumento. Porque las raíces no constituyen el árbol y especialmente las ramas ni los florecimientos.
El argumento que ahora se propone, explica que los pueblos como el hispanoamericano no son lo que sus raíces indican. Que en el caso de los hispanoamericanos hay un florecimiento en América y no en términos de sus raíces.
En América Hispana pues, hay dos problemas diferentes: uno, relacionado con la llegada de elementos extracontinentales, a partir del siglo XVI.
Otro, la formación de hispanoamericanos, en el terreno, como florecimiento de la asociación de la oleada migratoria con elementos locales,
Y estos hispanoamericanos tienen, visiblemente, componentes no previstos por sus raíces, mas por sus crecimiento y las especificidades de su crecimiento.
El argumento de las raíces corre de tal manera que parece excluir el argumento del florecimiento. Y culmina en la incapacidad de ver el florecimiento por buscar las raíces. En este sentido el argumento de las raíces se va hasta el extremo inicial, es, pues, extremista.
Ahora, está el argumento del criollismo.
Por mucho tiempo se ha identificado a los criollos como hijos de españoles nacidos en América. Y se dejaba, a los otros hispanoamericanos que no eran hijos de españoles, por fuera. Probablemente fue, fuera de áreas controladas por hispano-americanos, que se inició la tendencia a llamar “criollo” a todo producto nacido en América, que no fuese amerindio.
La nueva conceptualización se difunde lentamente en Hispanoamérica. Pero para los efectos de este escrito, la palabra criollo es aún extremo inicial, donde cubra los nacidos en América que no sean hijos de españoles, porque se refiere a una situación de entrada de oleada y no al florecimiento subsecuente que es donde puede encontrarse la identidad, más apropiadamente.
Entonces habría que ampliar el concepto de criollo hasta incluir no sólo el inicio del problema del crecimiento de los hispanoamericanos en el terreno sino el medio de ese problema histórico y el final del problema, tal como se puede percibir en la actualidad, con sus tres fases.
El escaso tonelaje de las carabelas hacía que las dotaciones fuesen muy limitados en número. Por esto las misiones que cada tripulante tenía que cumplir estaban rigurosamente determinadas y la disciplina era férrea. El mando correspondía al capitán, autoridad suprema a bordo y responsable del éxito de la expedición. Como su misión fundamental era mandar hombres, podía no ser un marino.
De hecho, durante el período de los descubrimientos casi siempre fueron gentes avezadas en la navegación. Las expediciones las realizaban varias naves. El capitán de la más importante era a la vez jefe de la flota. Recibía el título de capitán general o capitán mayor.
La segunda autoridad a bordo es el maestre. Como se encarga del mando directo de la tripulación y dirige las maniobras del buque en el mar, y al atracar y desatracar en los puertos, debe ser un navegante experimentado. Cuida también de la carga y descarga de la nave y de las cuestiones de orden administrativo. Su situación es difícil, pues se encuentra entre el capitán, autoridad suprema, y la tripulación, a la que deberá tratar directamente.
El piloto es el tercer oficial sobre la nave. Es el técnico en navegación, el que maneja los instrumentos para tomar el punto, y tiene a su cuidado las cartas marinas.
Por debajo de estos tres oficiales está el contramaestre, el primero de los sub-oficiales. Toda la nave depende de él. Está encargado de servir de enlace entre los oficiales y la tripulación, con la que convive. Ante el capitán y ante el maestre, es el responsable de cuanto ocurre a bordo.
Son también suboficiales el despensero y el aguacil. El primero vigila y distribuye las provisiones.
El alguacil es una especie de asistente del contramaestre y además el verdugo que ejecuta los castigos corporales que impone a veces el capitán.
Entre la tripulación existen, además de los marinos y grumetes, una serie de hombres especializados. Carpinteros, toneleros, calafates, cada uno de ellos capacitado en los oficios que su nombre indica. Algunos ejercen actividades curiosas. El cirujano es a la vez curandero y barbero. A veces viaja un intérprete, ducho en lenguas. La efectividad de esta medida puede no ser muy grande. El intérprete que acompañó a Colón en el primer viaje conocía, como lengua de enlace, el árabe. Le sirvió con los indios del Caribe tanto como le hubiera servido de alcanzar el Catay o el Cipango.
En las armadas importantes viajaba también un jefe de artillería: el condestable. Los veedores eran unos funcionarios reales encargados de velar por los intereses económicos de la corona. El escribano estaba encargado de llevar el diario de a bordo y de consignar las tomas de posesión de las nuevas tierras.
En total, el número de tripulantes oscilaba entre 25 y 60, según el tamaño de las embarcaciones. En las flotas se aprovechaba la movilidad de las carabelas menores para misiones de reconocimiento y descubierta, mientras las naos y carabelas de mayor tonelaje tenían la ventaja de poder transportar una carga mayor.
La vida a bordo estaba sujeta a los servicios y guardias. Como el cómputo de tiempo era absolutamente necesario para calcular la longitud a que se hallaba la nave, el reloj de arena señalaba todos los relevos. Había un grumete encargado de dar la vuelta al reloj tan pronto como el último grano de arena caía desde la ampolleta superior a la inferior. Una ampolleta tardaba en vaciarse media hora. Cada ocho ampolletas, esto es, cada cuatro horas, cambiaba la guardia. Los tres oficiales se turnaban, dos veces al día cada uno, en el mando de la fracción de tripulantes que estaba de guardia y que atendía al timón, a la brújula, al reloj, a la sonda y al servicio de serviolas. Las horas de relevo más corrientes eran las 3, 7, 11, 15, 19 y 23. Las comidas se realizaban a las horas de relevo, en dos turnos, uno para la guardia entrante y otro para la saliente.
La monotonía debía de ser la nota dominante en la vida marinera mientras reinaba el buen tiempo y los víveres no escaseaban.
Por el contrario, cuando los elementos se mostraban desfavorables sólo el mantenerse a flote debía costar un esfuerzo sobrehumano. Las compensaciones económicas podían ser muy variables, según la duración, la peligrosidad y el éxito de la expedición. El sistema de retribución más común fue el de participación en los beneficios. A la vuelta de una expedición, tras haber cubierto gastos y pagado las primas por servicios distinguidos, se repartían los beneficios quienes habían financiado la empresa y la tripulación. Los tripulantes sè repartían su parte de manera proporcional a los cargos que habían desempeñado. En ciertas ocasiones se pagaban sueldos fijos, que eran relativamente elevados. Por término medio un grumete cobraba unos 700 maravedías mensuales: un marino, 1,000; un piloto o contramaestre, 2,000 y 3,000 los capitanes. Además, en los viajes con sueldo fijo, las tripulantes estaban autorizados a comerciar con cierta pequeña cantidad de mercancías por su cuenta (pacotilla).